jueves, 14 de octubre de 2010

Delito de incoherencia

Ya está, lo he decidido. Lo voy a hacer. Siempre dije que evitaría entrar al trapo, pero no puedo morderme la lengua. Al fin y al cabo, cuando uno se abre un blog de opinión, acaba juzgando quiera o no, por mucho que lo tenga abandonado. Y yo lo voy a hacer. ¿Por qué? Pues porque me apetece ser por un día el hombre sin toga que esgrime el pequeño mazo que ha de servir para dictar sentencia. Y lo voy a hacer. Allá cada cual si decide sentarse en el banquillo o no. Eso sí, estáis todos invitados a hacerlo.

Como el juicio va a tener un claro acento político, voy a revelar un dato crucial para su desarrollo, referido a mis filias y mis fobias. Soy seguidor del Athletic de Bilbao. Parece que no, pero tiene mucho que ver. Es algo que no necesita explicación, porque los amores son incondicionales, y si además duran toda la vida, tienen siempre unas altas dosis de irracionalidad. Soy del Athletic, porque sí. Qué le voy a hacer. Nadie es perfecto.

Pues bien, esa simple etiqueta, la pasión por unos colores y un equipo de fútbol, sirve para que mucha gente, demasiada he de confesar, realicen un retrato robot de mi persona a su libre albedrío. “Si esos no son españoles” o “vaya un nacionalista” son algunas de las frases que tengo que soportar cuando alguien me pregunta por mis gustos fubolísticos, a lo que le sigue un retrato político que nada tiene que ver con la realidad. Pues bien, os lo voy a poner fácil. No creo en los nacionalismos. Los respeto, eso sí, y algunos me parecen justificados, pero llevados al extremo son un arma peligrosa. Pero me refiero con esto a todo tipo de nacionalismo, ya sea vasco, serbio, irlandés, catalán… o español.

Me explico, soy español, y no lo oculto. Pero no comparto la visión españolista que se extiende en muchos de los que están a mi alrededor. Ni me santiguo cuando pasa la bandera ni se me pone dura cuando escucho el himno de España. Lo siento. No creo en más banderas que la pequeña sábana que te ponen alrededor del cuerpo, mientras lloras, justo antes de dejarte en brazos de tu madre por primera vez. No hay himno que me erice el vello más allá de que la chica de tus sueños te diga muy bajito, al oído, que te quiere. Sí, soy español, de la misma forma que soy castellano-manchego, europeo y socuellamino. Pero nada de eso me define. Sólo lo hacen tres palabras: mi nombre y mis dos apellidos. Esas letras sí llevan impresas en ellas mi personalidad, cómo soy. El resto sólo me clasifica.

Puestos en antecedentes, vayamos al juicio. Hoy se juzga a la gente de mi alrededor por un reiterado delito de incoherencia. A saber. El pasado 12 de octubre se celebró en Madrid el tradicional desfile de las Fuerzas Armadas. Admiro su labor, pero me mantengo alejado de toda disciplina castrense porque, francamente, no me llama la atención. No me interesa. En ese acto, el presidente del Gobierno fue fuertemente abucheado en varios momentos, uno de los cuales coincidió con el homenaje a los caídos, a la gente que ha derramado su sangre en defensa de los demás, muchos de ellos muertos o mutilados por atentados alentados por el nacionalismo extremo, peligroso como digo, que reseñaba unas líneas más arriba.

Esa misma gente que abucheaba mientras se homenajeaba a la bandera, al himno, o a los fallecidos por la defensa de lo primero o la honra de lo segundo, se echó las manos a la cabeza un tiempo atrás, cuando las aficiones de Athletic y Barcelona silbaron el himno en la previa de la final de la Copa del Rey. Es decir, por simplificar, que los mismos que se rasgaban las vestiduras por no respetar el protocolo de una competición deportiva (sin más fondo que ese) aprovechada por oportunistas para dar la nota, mancillaron con el consentimiento de sus ideólogos, que han decidido ponerse de perfil y no afear siquiera esa conducta, un acto destinado a honrar la sangre de gente que ha dejado su vida por la bandera que tanto besan cuando les viene en gana. Y se quedan tan anchos.

Eso es lo que me cabrea. Tras la final de Copa tuve que aguantar muchos comentarios sobre la pitada al himno de la misma gente que aplaude lo que sucedió el otro día. Y ojo, no entro a juzgar una cosa o la otra, pero sí la doble moral. Los españolitos de doble fondo que me dicen cómo me tengo que sentir cuando veo una bandera o escucho un himno, los que escriben a diario manuales de cómo amar un país que no conocen, los que se golpean en el pecho cuando alguien dice España pero no respetan algunas de sus más sagradas tradiciones. Y no hablo de la clase política de uno u otro partido. Hablo de gente a mi alrededor, amigos, compañeros o paisanos con un inequívoco discurso plano que no cambia a pesar de no sujetarse con argumentos.

Por los motivos expuestos en el sumario, yo os declaro culpables del delito de incoherencia. El tribunal, por supuesto, está abierto a posibles recursos, que para eso están los comentarios, pero el jurado amenaza con mantener el veredicto inamovible. Eso sí, no me voy a atrever a dictar sentencia. La conciencia será la encargada de repartir las penas para cada uno. Por lo menos, en aquellos que la tengan…

lunes, 4 de octubre de 2010

Sindicatos, populismo y otras reflexiones

No me podrán negar que la del 29-S fue una huelga descafeinada. En primer lugar, porque después las concentraciones mayoritarias, aquellas en las que las calles se llenan de gente con banderas que entonan cánticos al unísono, todo el mundo espera con ansia la llegada de la guerra de cifras. Esta vez no se produjo. El Gobierno optó por ponerse de perfil y no enfrentarse directamente a los sindicatos, porque quedan sobre la mesa un montón de asuntos que requieren el diálogo entre partes (como la elección del nuevo ministro de Trabajo), y el Ejecutivo no quiere carnicerías.
Pero el silencio respecto a las cifras no fue lo único que sirvió para rebajar una jornada que los sindicatos siguen calificando de «exitosa» por más que no consiguieran su primer objetivo, parar el país, ni las metas secundarias intrínsecas a los paros generalizados: el Gobierno no se tambalea, los empresarios apenas sintieron el golpe, la calle sigue sin entender sus reivindicaciones.
Desde que los piquetes se marcharon a casa y el país recuperó la normalidad laboral, es tiempo de análisis. Y los primeros que deberían hacer examen de conciencia son los dos grandes sindicatos, que pueden maquillar de cara a la opinión pública su discurso, pero a los que de puertas para adentro no les queda otra que la crítica. Es difícil explicar por qué se pospone casi cuatro meses una huelga general que está más que justificada por el contenido de la reforma laboral, por otro lado necesaria para apagar los fuegos que abrasan desde Europa la confianza en el Estado español. Pero no sólo eso, en los cuatro meses de tregua no declarada, en los que los sindicatos se han cansado de señalar el 29 de septiembre como el principio del fin de la reforma, no han conseguido que su mensaje cale en una ciudadanía que cada vez mira con más recelo a los delegados sindicales.
Como no pudieron llegar con el verbo, los sindicatos obviaron la lucidez y no impidieron el mensaje por la fuerza. Hace tiempo que en España la letra con sangre no entra, pero tanto Cándido Méndez como Fernández Toxo alimentaron desde la previa las acciones cuasi violentas de unos piquetes que los líderes de CCOO y UGT calificaron de «convencitivos y contundentes», traspasando la frontera de la información.
Olvidaron muchos piquetes que junto al derecho a la huelga figura, en letras igual de grandes, el derecho a trabajar, y que igual que la huelga no se puede coartar, tampoco se debe imponer. La misma tropelía comete el empresario que amenaza a sus trabajadores antes de un paro general que aquellos piquetes que, provistos de banderas, cierran comercios por la fuerza, destrozan cerraduras y apedrean autobuses en las cocheras.
Luego muchos se rascan la cabeza cuando las decisiones populistas no encuentran el rechazo que debieran en la ciudadanía. Esperanza Aguirre ha anunciado que meterá el tajo a los liberados sindicales en la Comunidad de Madrid. La medida se ha encontrado con la indiferencia ciudadana, y no hay que escarbar mucho para saber por qué: para el obrero de a pie los políticos, los sindicatos y la patronal están igual de lejanos. No hay nadie de su lado.